La viña, o más correctamente la Vitis Vinifera desciende de la Vitis Rupestris, una especie mucho más silvestre que crece a modo de liana y da uvas pequeñas y ácidas. Evidentemente Vinifera es mucho más apta para la elaboración de vino y comenzó a extenderse desde la zona de los ríos Tigris y Eufrates hacia Asia, Egipto, Grecia y el mediterráneo, hace ya más de 3.000 años.
Los griegos y romanos fueron, a través de sus rutas comerciales, los grandes embajadores de la vid en Europa. El imperio romano llevó el cultivo de la viña a lugares tan dispares como el norte de África o Alemania. Sin embargo, la caída del imperio supuso un retroceso para el cultivo de la viña, que se volvió más local y casero. A partir de entonces, es la iglesia a través de los monasterios monacales, el que recupera y mantiene el desarrollo de la viticultura y la elaboración de vino. No es casualidad que las regiones de mayor desarrollo vitícola en Europa sean también las de mayor concentración de monasterios e iglesias. Un ejemplo típico es la Borgoña en Francia y la influencia de los monjes benedictinos, o el camino de Santiago en la península que impulsó el desarrollo de la viticultura y trajo nuevas variedades del norte de Europa.
Con la expansión colonial europea, la vid llegó a diferentes zonas del nuevo mundo. En América, durante el siglo XVI, a través de los españoles que la implantaron primero en México para luego extenderse a California, Perú, Chile y Argentina. En Sudáfrica, hacia el año 1659, de la mano de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales. Y finalmente en Australia y Nueva Zelanda, a partir del siglo XIX, donde los colonos desarrollarían el cultivo de la vid iniciando una de las viticulturas más modernas de la actualidad.