Conocer las partes que componen el racimo nos ayuda enormemente a entender los procesos tanto de manejo del viñedo como de elaboración en bodega.
La pulpa representa la parte más importante de la baya (entre un 75 y un 85%). Es el origen del mosto, rico en azúcares, agua, ácidos, cationes, compuestos nitrogenados y compuestos aromáticos. Los azúcares, suponen entre un 15 y un 25% y fundamentalmente son moléculas de glucosa y fructosa. Entre los ácidos, el ácido tartárico es específico de la uva y el más fuerte. Marca en gran medida el pH del vino ya que es resistente a la acción metabólica de levaduras y bacterias.
El raspón supone entre un 3% y un 7% del peso total y se parece mucho en cuanto a composición a las partes verdes de la planta como la hoja y la madera, pocos azúcares y alto contenido en polifenoles. El raspón aporta astringencia, causa por la que se elimina en la mayor parte de las vinificaciones.
Las pepitas, que representan menos del 6% del peso, están compuestas por glúcidos, sustancias nitrogenadas y minerales así como aceites y polifenoles. En un vino tinto añaden entre el 20% y el 55% de los polifenoles totales.
Los hollejos suponen entre un 8 y un 20% del peso total y son de gran importancia enológica por la cantidad y diversidad de componentes fenólicos, sustancias aromáticas y precursores de aromas que se van acumulando conforme el racimo madura. Además el hollejo está recubierto de una cera, la pruina, que juega un papel importante en la supervivencia de las levaduras.
Los compuestos fenólicos que se acumulan en estas últimas tres partes aportan caracteres organolépticos (color, astringencia, dureza y sapidez). Los procesos de elaboración del vino en los que se incluye una maceración y contacto con estas partes buscan precisamente potenciar estos caracteres.