El empleo del sulfuroso en el vino viene de lejos y se debe principalmente a sus características antisépticas, antioxidantes y disolventes durante la fermentación.
Para entender el papel del sulfuroso es importante diferenciar entre sulfuroso libre y sulfuroso combinado. Este último es sulfuroso perdido porque ya no cumple su papel antioxidante y antiséptico.
Por normativa europea desde 2003, es considerado alérgeno y su contenido está regulado además de la obligación de indicar en la etiqueta la presencia de sulfitos. Normalmente los vinos tintos que contienen taninos con poder antioxidante necesitan menos sulfuroso y pueden contener un máximo de 150 gr/l mientras que blancos y rosados pueden llegar a los 200 gr/l. En el caso de los vinos ecológicos el contenido baja a 100 y 150 gr/l respectivamente. En el caso de los espumosos se permite hasta 235 gr/l y 205 gr/l en ecológico.
Hay varios puntos durante la elaboración en los que se puede añadir sulfuroso. En la entrada en bodega y según el estado sanitario de la uva, al acabar las fermentaciones o si hay una parada fermentativa, durante la conservación del vino y antes del embotellado.
Los efectos sobre el producto final son positivos ya que al proteger de la oxidación evita la formación de sustancias y aromas no deseables. Además protege el color y el gusto en caso de presencia de uva podrida. Sin embargo, hay que tener cuidado, sobre todo si el vino se cría con sus lías porque el sulfuroso puede pasar a sulfhídrico y si es excesivo puede dar un gusto metálico al vino, decolorarlo y destrozar aromas.
Por último, siempre es deseable limitar el uso de sulfuroso. Una uva sana y una higiene en bodega irreprochable son básicos para disminuir esta práctica. Seguir de cerca las fermentaciones y colocar el vino en el mercado lo antes posible son prácticas obligatorias sobre todo para los vinos sin sulfitos.